Afuera el paisaje sigue perfecto, verdes, grises, hielos, amarillos, unas nubes que parecen saltar desde la tierra, dentro un clima de distendido cansancio, y de repente, y de la nada absoluta se cruza delante de la camioneta un guanaco, que juro se corporizó cinco centímetros antes de cruzar la calzada, no estaba allí, no señor, frenamos a dos milímetros del imapcto, el guanaco siguió hacia la derecha, desvaneciéndose entre los pastos verdes, silencio absoluto, que significaba el hecho, continuamos con el sentimiento que una señal nos había sido enviada, que algo iba a ocurrir. No más de un kilómetro adelante, pinchazo, el primero en ocho días de circular por los cráteres de la luna, David maldecía, debimos detenernos y ofrendar a la Pacha, ella nos lo pedía, ella nos probaba nuestra devoción, nos pedía una ofrenda y nuestro sentido ciudadano lo creyó innecesario. Dos de la tarde y el hecho se convirtió en la crónica de una muerte anunciada porque nunca apareció la llave cruz para desajustar las tuercas de la rueda, por delante treinta kilómetros hasta el pavimento y diez más hasta Cortaderas, a caminar en medio de una tarde de sospechosa calma, sin viento, sin frío, como si la secuencia hubiera estado programada de antemano.
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